Lucho Herrera hizo llorar a los más insensibles / Cortesía de Román
31 / 03 / 2017

Lucho Herrera hizo llorar a los más insensibles


Por Señal Colombia
Señal Colombia
31 / 03 / 2017
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El radio era su mejor compañía. Lo escuchaba desde las 5:00 de la mañana mientras preparaba el café o el chocolate con agua de panela. Lo llevaba al baño y también al taller donde pasaba toda la jornada esculpiendo madera. Escuchaba de política y de deportes: del Cristal Caldas y el Atlético Quindío, de las pocas gracias de la selección Colombia en ese entonces, del joven Fabio Parra y de Lucho Herrera.

Ese radio del tamaño de un ladrillo era su mejor compañía porque no le exigía hablar, no le pedía explicaciones sobre su silencio, sobre su rudeza. No le cuestionaba su fijación por quedarse encerrado en casa, como sí lo hacían sus cinco hijos y su esposa Mariela. “Cuando uno pone un pie fuera de la casa, empieza a sufrir”, solía responderles a ellos cuando lo invitaban. “¿Sí ven? ¡Se los dije!”, dijo con la ceja levantada cuando lo convencieron de que viajara a Bogotá y se vararon en La Línea.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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El radio no preguntaba, no intentaba disuadirlo, no le pedía una aprobación. Su hijo futbolista le rogó un día para que lo viera jugar en el estadio San José de Armenia y en la noche se dio la razón al recordar en voz alta la tarjeta roja durante el juego. Su hija basquetbolista lo convenció una tarde de que la acompañara a un juego en el Coliseo Cafetero: que mire todo lo que he entrenado, papá, que mire que yo soy titular, que vamos, que no sea así, que camine. De regreso a casa, solo se le ocurrió una frase de esas que rompen con un silencio y generan más silencio después de ser dichas: “Mija… casi se lesiona cayéndose de la banca”. Que no lo invitaran más si a uno lo expulsaban y la otra ni siquiera jugaba.

Las derrotas del Quindío y del Caldas que escuchaba por radio le dejaban la tranquilidad de por lo menos poder pasar la amargura en casa. La vida era mejor, menos arriesgada y más tranquila en ese lugar: en la Manzana cinco, número siete, del Barrio las Acacias. “A perro callejero no le falta garrote”, le repetía a su esposa Mariela. Por esa introspección absoluta que buscaba evadir las desgracias del mundo exterior, fue extraño para todos el día en que los invitó a ver la Vuelta a Colombia que pasaba por Armenia. Siguió siendo raro cuando volvió en la edición siguiente a solo ver pasar el pelotón.

El ciclismo lo emocionaba y, en especial, Lucho Herrera con su rostro de niño desvalido y desesperanzado. “Qué pesar de Luchito”, se le escuchaba decir para sí mismo por los pasillos de la casa. “Ese Luchito tan macho”, repetía. En la familia les parecía increíble verlo conmovido. Solo la enfermedad y la muerte de su esposa el 30 de junio de 1983 habían puesto en evidencia su sensibilidad. Eran lógicas las lágrimas ante la pérdida de una mujer tan valiosa, por su inteligencia, por sus maneras elegantes, por la reputación de Policarpa en tiempos machistas, porque fue la única que lo amó en su extraño pesimismo.  

Pero verlo llorar por el deporte, el sábado 13 de julio de 1985, iba a ser una revelación para todos en casa. La cabalgata deportiva Gillete le había avisado por su radio que la etapa del día iba de Autrans a Saint Etienne, que Lucho Herrera podía aspirar a ganarla como lo había hecho el martes anterior en Avoriaz. “Miren, es Luchito Herrera”, les dijo a sus tres hijas y a su nieto, mientras prendía el televisor barrigón con patas. Arrimaron la sillas del comedor, se animaron cuando se escapó del lote y quedaron de piedra cuando no alcanzó a rectificar en la curva y terminó con la cara contra el pavimento caliente por el verano francés.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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En cuestión de segundos se miraron angustiados, luego no pudieron quitar la mirada del televisor, después se empezaron a escuchar los juemadre, los Dios mío, los vamos, Luchito, los sí se puede, los eh ave maría, los qué machera. El nieto de cuatro años, en la sillita azul de madera que él mismo le había fabricado con sus manos, apenas se acataba a decir con su lengua encalambrada: Luchito Elea, Luchito Elea.

La sangre emanaba con más fuerza cada vez que se acercaba a la meta. Y entonces cayeron las primeras lágrimas, la boca se le arrugó como un bebé haciendo pucheros. El papá rudo de repente era más humano: el único deportista que lo conmovía acababa de ganar una etapa con la cara maltratada y desde entonces, el nombre Lucho Herrera le reprodujo la imagen de la sangre y la sonrisa tímida del Jardinerito de Fusagasugá. Y también le volvió a generar llanto. Una y otra vez.

Ese día, un ciclista fue capaz de conmover un corazón protegido. No tanto como para hacerlo salir a la calle con harina en la mano, porque lo hogareño lo conservó hasta el último día de su vida en diciembre del 2000. Pero sí como para hacerlo llorar en silencio, sin necesidad de abrazos ni aplausos. Si hoy estuviera vivo con 91 años, seguramente sollozaría de nuevo al escuchar en su pequeño radio que el triunfo de Lucho Herrera en Saint Etienne cumple 30 julios.