Diego Cuesta, nadador paralímpico / Ejército Nacional de Colombia
Diego Cuesta, nadador paralímpico / Ejército Nacional de Colombia
24 / 11 / 2015

La esperanza de Diego Cuesta fue más fuerte que los dictámenes médicos


Por Señal Colombia
Señal Colombia
24 / 11 / 2015
Diego Cuesta, nadador paralímpico / Ejército Nacional de Colombia
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Lo primero que sentí tras la explosión de la mina fue una de mis manos dormidas. Pensé que la había perdido. Luego intenté abrir los ojos, pero lo único que veía eran puntos rojos y negros.

- “Dígame cabo, ¿perdí la mano?”, le pregunté a uno de los soldados que estaba junto a mí. 

Diego Fernando Cuesta Martínez / Comité Paralímpico Colombiano

- “No capitán, sus manos están intactas. Lo que me preocupa es su rostro”, respondió.

En ese momento empecé a palpar mi cara. Lo primero que encontré fue un hueco en el pómulo izquierdo. Ahí me di cuenta de que la herida era grave porque introduje la mitad de un dedo en ella. La frente también estaba afectada. En la boca sentía esquirlas.

Mentalmente dibujé mi rostro desfigurado, pero no me desesperé. Sabía que lo importante era abandonar lo más pronto posible el lugar donde se encontraba. Estábamos en el cerro El Tigre de la vereda Las Morras, en Caquetá. Eso queda en la vía que conduce de Miravalle a Guayabal cerca de San Vicente del Cagúan. Teníamos como misión buscar un grupo guerrillero que el día anterior había dado de baja a varios soldados nuestros en combates.

La carta de movimientos que me entregaron antes de ingresar en esa zona de la selva caqueteña mostraba al cerro El Tigre totalmente en rojo, eso indicaba presencia de minas. El coronel del batallón tenía mucha confianza en mí porque era el mejor hombre antiexplosivos y me asignó la misión. Pero ni eso me salvó y me tocó la activación de una mina.

Sólo escuchaba la voz de siete médicos que decían que debían extirparme los ojos cuanto antes

El rescate fue difícil, pero se logró. Durante el trayecto hasta el Hospital Militar de Bogotá estuve inconsciente. Cuando me desperté no veía nada. Sólo escuchaba la voz de siete médicos que decían que debían extirparme los ojos cuanto antes.

Apenas salieron de la habitación esos médicos llamé a mi tía, que me estaba acompañando, y le dije que por favor no dejara que me tocaran los ojos. Quería que llegaran mis papás y mi esposa. Acerté con esa decisión. Pudo más mi esperanza que los dictámenes médicos donde se decía que el cristalino y la córnea estaban destrozadas, la retina desprendida, la pupila sin funcionamiento y esquirlas por doquier. No se perdía nada si se intentaba algo.

Vino a revisarme una doctora ucraniana experta en retina que me dijo lo mismo de los otros doctores: lo mejor es sacarle los ojos. Le dije que intentáramos hacer algo y me respondió que mis opciones de volver a recuperar la visión eran de un 10%.

Obstinado, o mejor, ilusionado, le dije que no importaba. “Está bien, lo operaré porque estudié para eso y además me pagan”, respondió.

El dolor de los ojos va al cerebro y no hay forma de controlarlo, solo con anestesia por todo el cuerpo

Fueron 7 horas de operación. Debo confesar que entré con miedo porque no podía toser o estornudar. Además, el dolor de los ojos va al cerebro y no hay forma de controlarlo, solo con anestesia por todo el cuerpo. Sin embargo, el amor por mi esposa Sara y mis hijas Paula Nicol y Hanie me sacaron al otro lado.

A los 15 días de operado tenía color en el ojo derecho. No veía bien las figuras pero distinguir los colores era algo satisfactorio. Con el izquierdo sucedió mismo. Cuando me levantaba al baño o a la sala de espera, en horas de poca luz natural, me paraba y miraba hacia afuera y veía luces. No lo podía creer.

Mi mamá y Sara decían que parecía un niño acercándome a las cosas. Me estrellaba con todo, quería salir y hacer las cosas por mi cuenta, sin la ayuda de nadie.

Luego vino la etapa de crisis. No quería hablar con nadie. La psicóloga que llevaba mi caso me preguntaba que pensaba sobre lo sucedido y yo le decía que nada, que de ahora en adelante me tocaría así y que más podía hacer.

Las limitaciones están en la mente, en nada más

Creía que la gente sentía lástima por mí y por eso no acepté el bastón. Me daba rabía, ira. Sin embargo, las cosas mejoraron. Mi esposa se convirtió en mi guía. Le cogía el brazo y me indicaba todo. El Ejército me entregó un apartamento en Bogotá y conocí el programa de rehabilitación a través del deporte en la Liga de Discapacidad.

Como siempre había nadado, escogí la modalidad de discapacidad visual. Lamentablemente en la primera competencia eché a perder la operación del ojo izquierdo porque se corrieron las gafas y golpeé la cara contra el agua directamente.

A partir de ahí tomé más precauciones, pero no abandoné el deporte. A los tres meses de estar entrenando natación paralímpica, me llamaron de la selección Colombia. Defendiendo los colores de mí país he ganado medallas en Brasil, Estados Unidos, en los ParaPanamericanos de Canadá, y descubrí que para ser excelente no se necesitan los ojos, sino la actitud, ganas y un buen corazón. Las limitaciones están en la mente, en nada más.