En el escritorio de Alberto Piderahita Pacheco (Líbano, 1931) siempre se podían encontrar libros de proverbios y chistes. Cuando interrumpía su discurso refunfuñón con sus periodistas condiscípulos, se los contaba y algunos se reían sólo por respeto. “Porque eran bien malitos”, dice uno. Pero no lo recuerdan tanto por su humor inocente como por su carácter y voz altisonante. Un pedazo de su historia condensado en estas líneas es suficiente para comprobarlo.
Piedrahita Pacheco nació el 1 de febrero de 1931 en el Líbano, Tolima, pero su padre Alberto fue trasladado para desempeñar un cargo importante en la Contraloría, por lo que debió acostumbrarse al frío y las maneras lánguidas de esos tiempos en Bogotá. Estudió en un colegio interno en el que sólo le permitían una hora de visita a la semana y en su primer trabajo, años después, ofició como cobrador en una estación de radio que funcionaba en los sótanos de la Avenida Jiménez. Se llamaba Emisora Panamericana y Azul K. Desde entonces, casi sin quererlo, empezó en el periodismo.
Su personalidad la definió Bogotá, por eso su afición casi enfermiza por Millonarios. Su padre le heredó el gran sentido de la elegancia y ante la moda masculina de la época, empezó muy temprano a vestir de paño y a portar peine y pañuelo. A sus amigos les inculcó el buen trato a las mujeres (“nunca se le escuchó decir una grosería enfrente de una”, dice un amigo suyo) y, en especial, les recalcaba la importancia de la presentación personal. Pocas veces se le vio sin corbata o traje.
Esa es la imagen que conservan sus aprendices y amigos. Esa rigurosidad para vestirse iba asociada con un perfeccionismo laboral innegociable que provocaban regaños sin filtros para zánganos o alumnos sin método aún. “Y nunca pierdan la dulzura de su carácter”, decía al aire y en la vida cotidiana. “Él nos enseñó a muchos a hacer periodistas. Pero si las cosas no salían como pedía, se desencajaba, lanzaba sus audífonos contra la mesa, maldecía y regañaba”, asegura Herich Frasser, quien trabajó con Piedrahita Pacheco en La Barra de las 12 en la Voz de Bogotá, de Todelar.
La primera vez que le dijeron padrino no fue justamente por su conocida habilidad para enseñar y corregir. Ni tampoco porque adiestró a varias generaciones de periodistas. La primera vez fue por una literalidad: Juan Harvey Caicedo, su modelo a seguir, hermano de la vida y por quien lloró tras su suicidio en el 2003, lo nombró padrino de su boda con Lucia Giglioli, en 1963.
Cuando sus condiscípulos lo llamaron ‘Padrino’ por la acepción de capo, Lucas Caballero, o el Klim que todos distinguían por sus columnas satíricas y críticas en El Tiempo y El Espectador, ya había adulado la meolodia de su voz: "parece un trombón”. Cuando sus aprendices (William Velandia, Carlos Julio Guzmán, Pedro González, Don Jediondo y cientos más) lo empezaron a respetar como a un híbrido entre padre y eminencia, él ya había cubierto varias Vueltas Colombia y en una de ellas había sufrido un accidente en La Línea (entre Armenia e Ibagué) mientras le seguía el paso a los pedalazos del bogotano Álvaro Pachón.
Sus aventuras más trepidantes las condensó justamente en clásicas y vueltas de ciclismo, en las que se divertía con los chistes y las recomendaciones musicales de Martín Emilio Rodríguez, cuando entonces ‘Cochise’ seguía siendo el apodo del campeón. En sus transmisiones en el carro del popular Álvaro ‘Peligro’ Muñoz, hablaba sobre la rusticidad de las carreteras, los almuerzos que la mamá del ‘Zipa’ Forero le preparaba en la furgoneta incondicional, de la tosquedad de las Monark Refuegos que montaban muchos escarabajos en esa época, de los hoteles en los que siempre encontraba cucarachas.
Se divertía apodando a cualquiera: al ‘Ferreterito’ Gustavo Rincón, al ‘Cóndor’ Álvaro Pachón, al ‘Interminable’ Carlos Montoya, al ‘Escalador de América’ Javier Suárez y al ‘Águila negra de Cundinamarca’ Jorge Luque.
Hasta el último agosto, cuando su esposa Ligia Guevara falleció, vivió en una casa en el barrio La Esmeralda y su oficina privada con máquina de escribir, siempre la tuvo en un edificio de usanza de la carrera novena con calle 20. Cuando debía grabar, desde allí caminaba una cuadra hasta las oficinas antiguas de Caracol, casa radial a la que llegó al ser reclutado por Yamid Amat para que dirigiera el programa ‘Pase la tarde’.
Con el cambio de sede, prefería llegar en taxi y el carro lo dejaba para el fin de semana, para mercar los sábados como si fuera un ritual sagrado. Curiosamente, su nieto Juan Diego es piloto de la Indy Lights. Pero por su pasión por caminar no lo recordarán tanto, ni tampoco por su gusto por la artista Libertad Lamarque Bouza ni por los boleros de Antonio Machín –en especial por Anoche hablé por la luna–.
Desde este lunes que murió a los 83 años, familiares y amigos lo recordarán más por sus maneras paternales. “A mí él me decía que antes que ser un buen periodista, debía ser una buena persona. Y me lo enseñaba con el ejemplo”.