Cuarenta y tres años después del Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, en Colombia persisten muchos de los rasgos descritos por las letras del escritor costeño. Sus historias del amor, la guerra y la paz, y de la cotidianidad del Caribe —de sus habitantes y su mixtura en la cultura nacional— recrean situaciones de injusticia, dominación y resistencia que, aunque se transforman, aún perduran en nuestros territorios.
El Premio Nobel de García Márquez fue una consagración de América Latina: por primera vez, la historia, el habla y las heridas del continente se elevaron al rango de literatura universal. Cuatro décadas después, el país intenta convertir ese mismo universo simbólico —la mezcla de dolor, belleza y esperanza— en políticas y acuerdos que garanticen bienestar y derechos a las comunidades.
Este artículo propone leer tres obras de las menos transitadas de García Márquez —El otoño del patriarca, La mala hora y Doce cuentos peregrinos— como espejos que iluminan los logros, dilemas, avances y desafíos de los proyectos políticos en Colombia.
1- El patriarca y el fin del poder eterno
El otoño del patriarca es una de las exploraciones más radicales sobre la soledad del poder, en especial del poder déspota y autoritario. En ella, un dictador sin nombre gobierna por décadas un país imaginario donde la autoridad se confunde con la eternidad, y el pueblo sobrevive entre el miedo y el rumor de la existencia de ese líder nunca visto y siempre percibido. No hay historia, sino un presente perpetuo.
El paralelismo con la Colombia reciente, particularmente la marcada por el uribismo, resulta evidente. Durante al menos dos décadas —desde el gobierno de Álvaro Uribe, y aún antes de la Constitución de 1991 con los permanentes estados de sitio de los gobiernos liberales y conservadores— la política estuvo definida por liderazgos personalistas, discursos de salvación y prácticas clientelares que garantizaban continuidad bajo distintas formas.
El patriarca de García Márquez no es solo un hombre: es una estructura mental. Su autoridad trasciende el cuerpo porque se inscribe en el deseo colectivo de obedecer. Esa lógica también caracterizó la política colombiana de finales del siglo XX y comienzos del XXI: la costumbre de delegar en un salvador, de creer que el orden depende de una sola voz.
El reto de los gobiernos contemporáneos, incluido el actual, es desmantelar esa herencia cultural: sustituir la obediencia por participación y el miedo por confianza. Gobernar democráticamente, en un país acostumbrado a la verticalidad, implica no solo nuevas políticas, sino nuevas emociones políticas.
En El otoño del patriarca el tiempo está roto: las fronteras entre pasado, presente y futuro se confunden. Esa distorsión temporal es metáfora del país que no termina de salir del pasado, que revive sus violencias y repite sus discursos. El cambio que requiere Colombia busca precisamente quebrar ese ciclo, reescribir el calendario político. Pero, como en la novela, el tiempo no cambia con un decreto: se transforma cuando el pueblo empieza a contarse de otra manera. Romper el tiempo del patriarca exige crear otro relato de nación, con otro protagonista.
La novela también advierte sobre el riesgo del poder que se perpetúa: el líder que quiso ser eterno termina prisionero de sí mismo. Ese destino es una advertencia para todo proyecto transformador: el poder popular solo se mantiene si recuerda que es del pueblo, no sobre el pueblo. La revolución no se mide por la caída del dictador, sino por la capacidad de impedir que el nuevo líder lo reemplace simbólicamente.
El “otoño” no solo es la decadencia del patriarca: también es la estación donde germina lo nuevo.
2- La mala hora: el miedo y la corrupción como rutina nacional
En La mala hora, García Márquez narra la vida de un pueblo caribeño donde la violencia no estalla, sino que se filtra lentamente en la cotidianidad. No hay balas ni grandes discursos, pero sí un miedo persistente que ordena la existencia. Los pasquines que aparecen en las calles no solo delatan culpables, sino que recuerdan a todos que nadie está a salvo. La violencia deja de ser un hecho excepcional y se convierte en atmósfera, en un modo de vivir bajo sospecha.
Ese ambiente —el miedo como norma— sigue definiendo buena parte de la política colombiana. Aunque el país ha cambiado, persiste una sensación de amenaza que se reactiva ante cualquier intento de transformación. Los rumores mediáticos, los montajes judiciales y la desinformación digital son los nuevos pasquines: instrumentos para disciplinar la opinión pública y mantener la incertidumbre ciudadana. La mala hora anticipa, con medio siglo de distancia, el país del algoritmo y del miedo fabricado.
Sin embargo, el autor también insinúa que en el corazón del miedo hay posibilidad de cambio. En medio de la corrupción y la cobardía, algunos personajes conservan la capacidad de preguntarse si todo podría ser distinto. Esa duda mínima, casi invisible, es la semilla de la política auténtica. Hoy, esa chispa se manifiesta en los movimientos sociales, en la organización barrial y en los jóvenes que reclaman dignidad. La mala hora empieza a disiparse cuando el miedo deja de ser reflejo y se convierte en conciencia.
La novela permite reflexionar sobre el presente: el país está en transición entre la mala hora y la hora nueva. Las movilizaciones masivas y las nuevas expresiones electorales han abierto un ciclo de disputa simbólica - entre un pasado que teme perder privilegios y un futuro que aún no logra consolidarse. La mala hora persiste, pero ya no domina. Como en la literatura de García Márquez, el desenlace no depende del destino, sino de la voluntad colectiva de escribir otra historia.
3- Los peregrinos y el regreso de la nación
En Doce cuentos peregrinos, García Márquez se aleja del trópico para situar a sus personajes en una Europa fría y distante, donde la identidad latinoamericana se desdibuja y resiste. Son médicas, soñadores, inmigrantes y fantasmas que viven fuera de lugar, buscando sentido en medio del desarraigo. Es una obra sobre la nostalgia del origen y la dificultad de sentirse en casa.
El exilio de los personajes no es solo geográfico, sino emocional y político. Son seres que cargan con un país que no los reconoció, que los expulsó con indiferencia. En ellos resuena el eco de una nación que durante décadas hizo de la migración una válvula de escape: quien no cabía, se iba; quien soñaba distinto, callaba. En ese sentido, Doce cuentos peregrinos anticipa el drama contemporáneo de los desplazamientos y las diásporas, pero también la posibilidad de reconstruir la identidad desde la distancia y la memoria compartida.
Los cuentos muestran que el regreso no es fácil: quienes vuelven lo hacen marcados por la pérdida. El retorno no restaura lo que fue, sino que transforma. Esa ambigüedad ayuda a entender el presente colombiano: el cambio no es una vuelta romántica al pasado, sino una reconstrucción del futuro. La política del “cambio” no debería ser nostalgia, sino reinvención; una peregrinación interior que exige desprenderse de seguridades aprendidas y adentrarse en la bruma de la creación.
Así, Doce cuentos peregrinos puede leerse como una parábola del pueblo colombiano contemporáneo: un país que viajó lejos —en la guerra, la desigualdad y la dispersión— y que ahora intenta volver a sí mismo con conciencia. El retorno no es geográfico, sino espiritual y político: el momento en que el exiliado comprende que el hogar no estaba perdido, sino por construir. Tal vez ahí radique el verdadero cambio: en dejar de ser peregrinos para regresar al pueblo, al barrio, a la vereda, mirar a la comunidad y encender allí el fuego de la comunión.
Rompiendo el ciclo de los patriarcas, las malas horas y las diásporas
La obra de García Márquez no solo retrata la historia de un continente herido, sino que propone una ética de la esperanza. En cada uno de sus mundos —el poder corrupto del patriarca, el miedo cotidiano de la mala hora y la soledad de los peregrinos— subyace una posibilidad de redención. No llega como milagro, sino como acto humano: cuando los pueblos recuerdan, se organizan y narran de nuevo su destino.
En esa clave, el proyecto político del cambio busca ser también un ejercicio de memoria activa: una tentativa por convertir la literatura en política viva, la palabra en acción transformadora.
El país que imaginó García Márquez —diverso, contradictorio, exuberante y doliente— sigue en construcción. La Colombia de hoy aún se debate entre los fantasmas del patriarca, las trampas de la mala hora y los caminos inciertos del regreso. Pero, por primera vez en mucho tiempo, el relato dominante ya no es solo el del miedo o la resignación, sino también el del deseo colectivo de vivir mejor. Ese cambio de relato es quizá el mayor logro del presente: que la política haya recuperado su dimensión poética, que el pueblo vuelva a sentirse protagonista de su propia historia.
Así, del patriarca al pueblo, de la obediencia al protagonismo, del exilio al retorno, Colombia atraviesa un momento decisivo. El país que alguna vez se pensó condenado a repetir su tragedia comienza a imaginar otro destino. La literatura de García Márquez y los procesos de cambio político dialogan en ese punto exacto: el de creer que la belleza, la justicia y la dignidad también pueden ser formas de gobierno. Tal vez el verdadero cambio consista, como en las mejores páginas de García Márquez, en descubrir que incluso en medio del caos sigue siendo posible un amanecer.


