Las 2:00 p.m. en el reloj avisaba la hora de iniciar la travesía: desde el barrio Belén Buenavista hasta el Atanasio Girardot. Su mamá lo bendecía y le daba una moneda de $200 para que anunciara por teléfono público su llegada. Sacaba la bicicleta naranja que su propio padre le había soldado, le bajaba el sillín para no perder su control y emprendía un viaje de una hora y media sólo por entrenar en las divisiones inferiores de Atlético Nacional. El transporte de Edwin, el primer hijo del matrimonio, era el dilema diario de la familia Cardona Bedoya. Él insistía en que quería convertirse en futbolista: no importaba si debía caminar o pedalear hasta el cansancio por lograrlo.
Cuando podía, el papá también lo auxiliaba. Manejaba la bicicleta y Edwin se montaba en las barras. Y si llovía, le pedían algunas monedas prestadas a un tío materno para el bus. Ese que decía “Guayabal” o “Comercial Hotelera” y que lo dejaba cerca del estadio. Por lo general, siempre se subía por la puerta de atrás para no pagar la totalidad del pasaje. No por pícaro, si no por física austeridad.
Cuando empezó en Nacional, Edwin vivía en un cuarto con sus dos padres y sus tres hermanos menores. A veces él o a veces su padre, dormía abajo en el colchón. Arriba siempre se acomodaban la señora Paula, Geraldine, Mateo y Jeison. Porque no había más que ese hacinamiento. Porque, tal vez, el padre se había quedado de repente sin más trabajo y el dinero parecía extinguirse. El señor Andrés fue albañil, lavó carros, barrió calles, condujo taxis, ofició como almacenista de una empresa de ingenieros, arregló neveras y televisores, sacó escombros, pintó casas, vendió frutas en una tienda.
“La vida y la necesidad le enseñó a hacer de todo a mi esposo”, recuerda la señora Paula. “Él tenía muy claro que debía sacarnos adelante a los seis. Pero a veces se le acababan los contratos y quedaba sin nada”. Pero en lugar de victimizarse, se habituaban y buscaban soluciones. Por ejemplo, él ya había notado que Edwin, por más de que la vida se lo dificultara, no iba a descartar el fútbol. Alguna vez lo buscó por dos horas en el barrio, pensando lo peor, y lo encontró donde siempre: en la cancha donde veía partidos ocasionales o donde empezó entrenando con el equipo Belén Buenavista.
Por eso, cuando Atlético Nacional lo fichó mientras jugaba un PonyFútbol con el equipo Campoamor, decidió armarle una bicicleta que terminó siendo fundamental. Sobre ese aparato que se dañó por viejo en 2013, se montaban Andrés y Paula para llegar hasta los partidos de Edwin. Viajaron hasta Bello en alguna oportunidad y la señora Paula debió bajarse de las barras y caminar por tramos ante algunas lomas implacables.
Pero el fútbol de Edwin pagaba todos los sacrificios: por su técnica fue que Nacional comenzó a darle un auxilio de $35 mil pesos para transporte y a pagarle almuerzos. Y por su condición innata fue que ese club aceptó trasladarlos al Barrio Antioquia, a una casa donde ya tendrían más que una cama y un par de ollas. Gracias a su fútbol, Edwin ya no tuvo que compartir los tenis con sus hermanos, sino que comenzó a heredarles algunos y a comprarles otros. Su tozudez cuando decía que no se rendiría antes de convertirse en futbolista, valió la pena.
“Jamás se le pasó por la cabeza renunciar a su sueño. Y eso que pasamos por muchas dificultades, pero él decía que así fuera arrodillado llegaba a entrenar. Y que como fuera se convertiría en futbolista”, dice ahora su hermano menor Jeison. Ni siquiera pensó en retirarse cuando a la señora Paula le diagnosticaron cáncer de ovarios. Antes que dejar el fútbol, Edwin se las ingenió para seguir jugando mientras cuidaba a su madre. Fueron 10 meses de quimioterapia, de ir al hospital y al baño con la ayuda de su hijo. “Él volvía de entrenar para cuidarme. Y me consolaba mientras lloraba porque yo llegaba muy mal de las citas. Yo no creía que iba a sobrevivir realmente”.
–Mamá, voy a salir adelante y vamos a dejar de sufrir. Vas a ver que te vas a aliviar–
Todo sucedió como sugería el optimismo de Edwin. Una vez en el barrio Antioquia, su padre compró una moto y la bicicleta pasó a ser un objeto para recordar los tiempos peores. Aunque una vez cumplió la edad necesaria, su tío materno le regaló un carro por el temor a que una caída en moto le dañara una carrera que cada vez prometía más. Ese Mazda 626 de placas FBI 211 fue el primer automóvil de la familia y una motivación para ambicionar más.
Fue el primer premio a su dedicación y después de eso recibió más: debutar como profesional a los 16 años, ser convocado a las selecciones juveniles de Eduardo Lara, ser campeón con Atlético Nacional. Y ser tenido en cuenta por José Néstor Pékerman. La vida lo ha seguido recompensando por no haber desfallecido cuando era lógico hacerlo.
Foto: FCF