El objetivo era acompañar a Sergio Luis Henao en una jornada de entrenamiento por Cundinamarca. Saber el recorrido, la intensidad de sus pedalazos y el tipo de trabajo que realiza previo a las competencias. Para poder grabarlo y seguirlo en carro necesitaba un acompañante por lo que le dije a una amiga que me hiciera el favor de conducir. Emocionada de conocer al excorredor del equipo Sky me dijo que sí sin necesidad de insistir. Solo pidió un autógrafo y una foto a cambio.
El domingo temprano, a las seis y media de la mañana, llamo a Carolina Caicedo, novia de Sergio Luis, para preguntarle si él ya salió de la casa. “Acá está, ya te lo paso”. Sabiendo que Henao viene desde Fontibón me ofrezco a ir hasta su hogar para escoltarlo hasta el nororiente de Bogotá. “Fresco, hermano. A mí me rinde más porque me meto entre los carros y no me coge el taco. Allá nos vemos”, dice mientras come, prueba de que interrumpí el desayuno.
Llego al punto conocido como Belisario a las 7:00 a.m., al inicio de la subida a Patios. No quiero que Sergio se pase sin darme cuenta, por lo que bajo del auto para mirar a todo aquel que venga con un uniforme del Sky o similar al del equipo británico. Media hora y no hay rastro de Sergio Luis. Cuarenta minutos y me preocupo. Empiezo a marcarle a su celular; no contesta. El gentío en bicicleta aumenta. Acepto lo inevitable: Sergio pasó y no lo vi.
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Cinco minutos después recibo una llamada. “Camilo, ¿cómo vamos? Estoy en el peaje de La Calera”. Le digo a mi acompañante que maneje lo más rápido posible para alcanzarlo. Mientras ella esquiva pedalistas, en una subida con curvas pronunciadas que provocan mareo de altamar, voy pensando cuánto pudo tomarle hacer los 6.5 kilómetros repletos de expertos y novatos probándose a sí mismos. Alguna vez un veterano de esos que no capa montada me contó que el récord lo tenía Fabio Parra con 14 minutos y 15 segundos en una crono que se hizo a principio de los 80s. En carro nos toma poco más de 12 llegar a la cima, donde muchos ciclistas paran a tomar jugo de naranja, a hablar de su reciente hazaña y a recuperar el aliento.
No lo veo. Supongo que continuó con su marcha, por lo que sigo con la mía. Con la vía despejada, aumentamos la velocidad para cazarlo. Andamos a 80 km/h y nada. Por la distancia que nos toma de ventaja es claro que bajó raudo, cogiendo las curvas en línea recta como se hace en Europa, y saltando peraltes sin frenar.
Luego me confirmaría que ha trabajado mucho en el descenso y que ya no tiene miedo de lanzarse a pesar de que en una bajada en la Vuelta a Suiza 2014 por poco pierde la vida. En la entrada al embalse de San Rafael hay tres ciclistas al lado de la carretera charlando. Uno de ellos lleva el uniforme del equipo Sky, el de esta temporada, pero su figura corpulenta no me deja caer en la duda, pues Henao solo pesa 61 kilogramos y fácilmente este hombre supera los 80.
Llegando al pueblo el tráfico aumenta por el embudo que hay la entrada, y ya no es tan sencillo ver con claridad a las personas que van en bicicleta. Además, es día de mercado y los camiones parqueados con papa, maíz, cebolla y frijol aumentan el caos. Cuando estoy a punto de tocar la retirada hacia Bogotá, veo a lo lejos un casco azul y negro con un Sky en la parte trasera en letras blancas. La conductora se las ingenia para cambiar de carril sin poner direccional y vamos al encuentro del que sí podría ser Sergio Luis. No lo reconozco por su rostro. Tampoco por el uniforme y la moderna bicicleta. La cicatriz de la rodilla izquierda lo delata.
Miro por el retrovisor y sí es él. Igualamos el carro y cuando lo tengo al lado saco la cabeza para saludarlo. “¿Bien o no?”, lo único que me dice. A su lado, cuatro ciclistas aficionados lo acompañan.
***
Sergio Luis tiene planeado ir hasta la cuchilla de Guasca, un páramo a 3.365 metros de altura donde las nubes se pueden tocar con las manos. Sus cuatro compañeros esporádicos se esfuerzan por seguirle el paso en el ascenso, pero les cuesta trabajo. Uno que otro conductor inescrupuloso pita ante las respuestas airadas de Henao, que moviendo su mano les recrimina pasar tan cerca de ellos. “No respetan al ciclista, hermano”. A medida que la carretera se empina, el paisa va dejando atrás a sus perseguidores hasta que queda solo, emulando una fuga en una carrera, siendo nosotros el carro de acompañamiento. Le pregunto si quiere agua y me dice que no mientras señal una de sus caramañolas, dándome a entender que no le hace falta líquido. Lo observo, miro qué plato y piñón lleva, cómo toma el manillar y si gesticula. Cada vez que me le acerco le doy ánimo como si yo fuera su director de carrera y él estuviera en una etapa de alta montaña de cualquier competencia del mundo. No me dice nada. Solo sonríe.
De repente aparece una lluvia que se transforma en aguacero. Henao se levanta las gafas, pues el agua que escurre por los lentes le impide ver. Sergio sigue impávido como si el cambio de clima no lo afectara en lo absoluto. Está empapado. Al interior del carro tengo la calefacción a todo vapor para calentar las manos y que la cámara no se me caiga. Aún así me da frío. No me imagino lo que debe estar sintiendo Sergio en plena tempestad. Para complicar la persecución, baja una neblina que cubre todo el bosque y es necesario prender las luces, incluso poner altas, para no perderlo de vista. El aire es tan puro que refresca los pulmones. No se escucha nada, solo el sonido de la rueda delantera de Sergio que salpica el agua del asfalto.
Frailejones a un lado, pinos al otro. En lugares así nace el agua, en lugares así la temperatura disminuye hasta los cuatro grados centígrados (eso en el tablero del carro) y el viento maltrata la piel. “Reserva Forestal Páramo Grande”, dice en una valla que está tapando una cascada por la que cae un chorro descontrolado. Sergio no ha bajado la intensidad un segundo. De hecho, ha duplicado su fuerza (pedalea más rápido). En una recta que parece interminable, Henao se para sobre pedales y hace el último esfuerzo. Con la cima alcanzada, Sergio gira hacia el sentido contrario y mueve su brazo para que lo sigamos. “Ahora vamos para abajo”. Se come un bocadillo, se quita la chaqueta azul, totalmente emparamada, y se pone una blanca. Toma la prenda mojada y en tres pliegues disminuye su tamaño para ponerla en uno de los bolsillos que lleva en su parte lumbar.
La brisa lo apura. Parece que aprende más del sufrimiento que de la felicidad, como en la vida misma. De nuevo sobre la ‘bici’ y a tomar una bajada a tumba abierta. En menos de un minuto Sergio se esfuma. Es imposible seguirlo; es muy peligroso. El carro no puede ir a más de 60 km/h por las curvas tan cerradas y la falta de visibilidad. Temerario y arriesgado, pero con absoluta seguridad, Sergio toma gran velocidad (seguro bajó a más de 60km/h) y desciende como si su entrenamiento estuviera por encima del instinto de supervivencia que alerta el peligro. Henao ha quitado el freno de mano. Mientras que los carros respetan el pavimento mojado, para los ciclistas ese factor es una adversidad que potencia la práctica. Lo vuelvo a ver en la entrada de Guasca, nueve kilómetros después, con la montaña a las espaldas y un clima agradable. Sergio está seco hablando con los cuatro ciclistas que venían con él en un principio.
Uno de ellos pincha y Henao se detiene para ayudarlo. Le explica cómo sacar el neumático más rápido y cómo hacer para que el pegamento seque mejor. En el breve receso me dice que va a tomar el desvío hacia Guatavita para encontrarse con Óscar Sevilla que anda por allí entrenando. “Si quieres nos vemos en patios para que no tengás que dar tanta vuelta detrás mío. Yo sé que ir en el carro es aburrido”. Le digo que no, que lo sigo hasta el final. Tomamos una carretera destapada, llena de tierra y huecos que parecen cráteres. Andamos unos 15 km antes de ver el embalse de Tominé que solía ser un gigantesco cuerpo de agua, y que ahora tiene sus orillas mucho más adentro a causa de la sequía.
Le pido el favor a uno de los ciclistas que coja la cámara y haga unas tomas bien cerca de Sergio. El más corpulento y alto de todos, el elegido. Resulta ser un profesor de ingeniería industrial de la Universidad de Los Andes que compite en la categoría master y al que todo el mundo reconoce, ya que siempre entrena por esos lados. A la entrada del pueblo está Sevilla con su hija Luna esperando. Un saludo corto, un ¿cómo va todo? y a seguir pedaleando. Juntos, los excompañeros en el Orgullo Paisa en 2011, ruedan solo unos cuantos kilómetros, pues Luna ya está cansada y el ibérico no quiere dañar el plan de trabajo de su amigo. Se despiden y cada uno toma un camino diferente.
Son las 11 de la mañana, llevamos tres horas y media en esta travesía, y Sergio decide que es tiempo de regresar después de mirar su potenciómetro. Aumenta el ritmo, va dejando a los que fueron sus escoltas durante gran parte del recorrido, y llega en solitario a La Calera en 26 minutos. Y eso que no iba a tope. Esta vez no zigzaguea carros por respeto a nosotros y rueda tranquilo para que no lo perdamos.
El entrenamiento ha salido bien. Su rostro no da muestras de cansancio, tampoco hay sudor para corroborarlo. Atraviesa la población y ligero como una pluma inicia el ascenso rumbo al peaje de Patios. Le toma menos de 20 minutos llegar allí a una velocidad crucero. Unos metros adelante, antes de comenzar otro descenso, se detiene al frente de una tienda. “Acá venden un jugo de zanahoria lo más de rico”. Entramos, pedimos dos bebidas y ahí termina un día, especial para mí, pero común y corriente para Sergio.