Compró un seguro y un lote en el cementerio. Prefirió el mercedes 190 por encima de la Blazer y eligió la ruta hacia Boyacá. Ómar ‘El Zorro’ Hernández, a quien ya le daba igual su triunfo en la etapa 20 de la Vuelta a España, decidió que embestiría un bus y dejaría de vivir para ponerle fin a la depresión que el alcohol y la droga producían en su organismo. Ni los menjurjes de un brujo ni las visitas a iglesias disminuían su adicción ni permitían que el amor con su esposa renaciera, así que una tarde de 1996 eligió que se suicidaría y se sintió feliz con la idea. Ya no se haría daño a sí mismo ni a nadie.
Dos noches antes de su muerte asistió a la misma tienda en la avenida Catán, al occidente de Bogotá. Esa noche celebraba el comienzo de su muerte, así que pidió sin límites. El dinero que ganaba como empresario le eliminó el autocontrol, el miedo, la culpa y el pudor. Gracias a la plata compró vicio y compañía, se agarró a los golpes con otros borrachos, se salvó de tres balazos de un taxista y esquivó unos tiros que solo tumbaron los espejos de su carro mientras huía. Muchas madrugadas perdió los estribos y muchos que lo desafiaron perdieron los dientes.
Desde 1992, un año después de retirarse del ciclismo, abandonó la necesidad de cuidarse para las carreras, cultivó el hábito de cerrar con aguardientes las negociaciones de sus productos y se rodeó de jíbaros que se hacían pasar por amigos. Se despertaba con el sabor a cobre en el paladar, con los párpados pesados y recordando que vivía aún con su mujer pero no dormía con ella hacía mucho tiempo. Se veía demacrado en el espejo, no se reconocía; las cejas gruesas y la nariz larga resaltaban en un rostro disminuido. Del vigoroso corredor que participó en cuatro ediciones del Tour de Francia y que fue gregario del campeón Pedro Delgado en 1987, no quedaba nada. Solo el arrepentimiento de la mañana y la reincidencia de la tarde.
La única solución era el suicidio, pensó. Después de seis años de descontrol, solo eso se le ocurrió. Pero su amigo Armando Moreno lo visitó esa noche de 1996 en la tienda de don Gustavo. Le habló de Cristo y del infierno inminente. Después Ómar pensó que estaba tratando con un loco y siguió tomando.
Su amigo volvió a visitarlo al día siguiente a las 6:00 de la tarde en la misma tienda de don Gustavo. Esta vez Armando Moreno le aseguró que estaba allí oficiando de mensajero. “Lo que quiera que vaya a hacer, no lo haga. Dios tiene un plan con su vida. Dios quiere que sepa eso”. Ómar se sorprendió porque no le había relevado a nadie sus deseos de suicidio, se sintió aludido y no dejó de pensar en ello hasta el día siguiente en que se levantó con resaca.
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En su infancia, Ómar Hernández vivía en función del sol: se levantaba con el amanecer y se dormía en el ocaso. La falta de electricidad en casa y las labores del campo reducían su existencia a la luz del día. Empezaba persiguiendo las vacas para ordeñarlas, recogía las siembras de remolacha, zanahoria y maíz. Luego corría desde su casa, en la vía a Funza, hasta el colegio en Fontibón, pero a veces no entraba a clases: se quedaba en un terreno donde había armado un columpio de cabuyas con un amigo o permanecía en el parque hablando con el heladero.
Después se devolvía a casa corriendo o en el portapaquetes de una de las tantas bicicletas que transitaban por la vía. Volvía al campo, que en realidad quedaba muy cerca de la capital, se bañaba en el río Bogotá cuando todavía era limpio, cazaba pájaros con caucheras y luego volvía a su casa a seguir ayudando con las labores. Entre sus padres, sus seis hermanos y él se repartían las tareas. Ómar recogía la remolacha, la lavaba, la cortaba y la entregaba para que un vendedor la llevara a la plaza. A veces, sin que lo vieran, se quedaba con alguna porción y la ofrecía junto con las yerbabuenas que recolectaba por todo el sector.
Se acostaba exhausto poco después de las 6:00 de la tarde y comenzaba a soñar con ser uno de esos ciclistas que pasaban justo en frente de su casa por la avenida. “¿Cuándo voy a tener bicicleta como mis dos hermanos?”, se preguntaba antes de cerrar los ojos. Su sueño se volvió realidad cuando tenía 15 años: un hermano le enseñó a montar, otro le prestó por un tiempo una bici y finalmente en Funza compró su primera bicicleta por 5.000 pesos, luego de ahorrar por la venta de hierbas y de unos marranos.
Ingresó a la Liga de ciclismo de Bogotá y a los 17 años quedó seleccionado para participar en un Mundial juvenil en México. Desde 1978 se destacó donde pudo, viajó por el mundo e impuso su carácter, por eso en la Vuelta a España de 1987 le dio dos puños con su diestra a Laurent Fignon cuando intentó sacarlo del pelotón. Era temperamental, rápido y ágil en la montaña. El apodo ‘El Zorro’ que le pusieron por su aspecto físico en 1978, coincidía con sus características.
Por cejón, narizón y peludo fue que lo acuñaron así. En ese entonces alternaba el oficio de mensajero en Telecom con el ciclismo aficionado. El alias coincidía con que se robaba las gallinas de los vecinos y también concordaba con la astucia y con la disposición a ser travieso y temerario. Por eso fumó marihuana en su adolescencia y por eso, a finales de los 70’s, aceptó probar cuando un amigo le habló de cocaína.
Puso un poco en su lengua y se le durmió. Luego imitó los movimientos de su amigo: sacó una llave, acumuló un poco en la punta y esnifó, sin saber que estaba abonando un camino que lo llevaría muchos años después a pensar en la muerte. Se abstuvo de consumirla durante su carrera que duró hasta 1991, pero a partir de allí no encontró un argumento para abstenerse.
Después del retiro, recordó su experiencia de albañilería en los 70’s y decidió montar un negocio de tuberías de PVC, comenzó a administrar el dinero que ganó como ciclista y aumentó su capital progresivamente. Pero, en definitiva, nunca estuvo preparado para tener tanta plata propia.
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Las palabras de su amigo Armando Moreno aplazaron la decisión de suicidarse. Al sábado siguiente despertó en su soledad ruidosa, prendió el televisor y vio un programa de testimonios en el canal 7, en el que un señor contaba cómo perdió a su familia por culpa del alcohol y después la recuperó. Ómar lloró, se sintió una vez más identificado, se arrepintió por el daño que le hizo a su esposa y sus tres hijos. Buscó a su amigo, le pidió que lo llevara donde su pastor, hablaron de Cristo, de la biblia, de todo.
Se convenció de que debía cambiar. Y cambió. Recuperó a su familia, se transformó en pastor cristiano y se vinculó con la misión Panamericana de Colombia. Nunca más volvió a pensar en el suicidio. O tal vez una parte de él murió esa noche de 1996 y desde entonces está aferrado a la vida. Eso ya es figurativo. “Ya soy un siervo de Dios”, dice cuando algunos todavía lo llaman ‘Zorro’.
Predica de vez en cuando en las cárceles Modelo y Picaleña, y escucha personas de martes a domingo en el consultorio de una iglesia en Fontibón. Allí, en un silencio que tranquiliza, se rodea de libros, fotografías familiares, diplomas y un televisor en el que ve las etapas de ciclismo. Durante esta entrevista con Señal Colombia Deportes, Nairo Quintana aparece en la pantalla de ese televisor y Ómar interrumpe un poco su discurso para ver de reojo.
“Hay mucha gente que está como yo estaba”, dice con seguridad mientras Nairo pedalea sentado. “Pero los únicos que saben lo que les pasa son ellos. Están que se mueren. La gente cree que la plata es todo. Y no: eso pasa, al igual que la fama. Por aquí vamos de paso y lo que nos espera es eterno”. Se acomoda la camisa y el blazer para un par de fotografías. Así como luce se presenta para presidir las misas.
Aunque se vea tranquilo en este momento después de 45 minutos de revelar su pasado, dice que ha llorado bastantes veces contando su experiencia. Su testimonio ha persuadido a muchos. “Yo podría estar en este momento en la calle o tal vez…”, interrumpe su idea al escuchar que el narrador ha subido el tono de su voz y luego ve que Nairo Quintana está atacando en puerto de montaña. “¡Se fue Nairo! ¡Se fue Nairo, hermano! Esa es, vamos mijito. No, no, nooooo. ¡No mire para atrás, hombre! Dios mío, Dios mío… Señor: dale fuerzas”. El ciclismo siempre sacó lo mejor de él, por eso la pasión que tiene por este deporte no murió junto con la astucia del ‘Zorro’ en 1996.
Por: Juan Diego Ramírez Carvajal.
Foto: EFE.