Cuando Lino Casas conoció a Nairo en 2006 vio a un adolescente desarmado sobre la bicicleta, al que se le abría mucho la rodilla derecha en el momento de pedalear y sin un ritmo constante y armónico. Además, el joven de 16 años inclinaba demasiado los codos y no los pegaba al tronco lo que generaba mayor dificultad a la hora de resistir el viento. Eso, sumado a su pequeña estatura y un escaso peso, lo convertiría en una pluma en medio de la carretera.
-Don Luis, puede que el muchacho suba muy bien pero si no se le trabaja la técnica no llegará muy lejos.
-¿Qué propone, profe Casas?
-Pongámoslo a correr en el velódromo de Duitama.
-¿Velódromo? Sumercé sabe que mi muchacho nunca ha hecho eso y no tenemos la bicicleta para que lo haga.
Después de una semana de charlas prolongadas, las palabras sinceras de Casas convencieron a don Quintana. Había que enseñarle a Nairo a tener control sobre la bicicleta y para eso ya no era suficiente esquivar los huecos de la carretera en una especie de gincana artesanal. El siguiente domingo, los Quintana viajaron hasta Duitama, a una hora y media de la vereda Concepción de Cómbita. No llevaron más que el uniforme verde y amarillo con rayas negras que le había regalado Cayetano Sarmiento, cuatro caramañolas, dos con agua y dos con agua de panela, y dos sánduches de jamón y queso que doña Eloísa preparó por si les daba hambre en el camino.
-Yo no sé montar en esas ciclas pero aprendo, papi.
Eso fue lo único que dijo Nairo, quien desde muy niño apeló a la ley del campo: obedecer sin refutar. A la travesía se pegó Camilo Moyano, otra promesa del ciclismo en Arcabuco y quien también quería aprender los pormenores de una modalidad desconocida para ellos que ya subían cualquier montaña como pequeñas locomotoras pero que en las bajadas pasaban apuros para no caerse. Apenas llegaron al escenario, a ambos se les notó el miedo del novato. “Tranquilos que yo les voy a explicar todo”, les dijo Lino, mientras Quintana y Moyano veían taciturnos cómo otros jóvenes tomaban con gran velocidad los peraltes.
-Papi, esa curva está muy inclinada de seguro ahí me caigo.
-Tranquilo, papito. Si vemos que no puede nos vamos de una.
En el velódromo había 20 bicicletas de pista proporcionadas por Indeportes Boyacá para los juveniles de la región. Todas tenían las mismas medidas: dos metros de largo por 1.50 de alto, y un peso de ocho kilos. Además, el eje del pedalear era mucho más elevado para que no hubiera un roce con la pista. “Profe, esa rueda por qué es así”, comentó Nairo cuando vio por primera vez una lenticular. Cuando llegó su turno de rodar, la pista estaba vacía. “Le dije que mientras le cogía el tiro a la bicicleta se fuera por la parte de abajo en los peraltes, que no acelerara tanto y que hiciera repeticiones pequeñas de arranque y frenada para que su cuerpo asimilara que allí tocaba parar por inercia a falta de frenos”.
Un zigzagueo sospechoso alertó a don Luis mientras miraba expectante desde las tribunas de cemento. Como pudo, don Quintana bajó hasta la baranda y utilizando su bastón como soporte intentó meterse a la pista. “Tranquilo, don Luis. Eso es normal. El niño no se le va a caer”, el grito de Casas cuando vio al diminuto hombre levantando una de sus piernas impulsado por el instinto sobreprotector de padre. Los primeros giros fueron de reconocimiento, de entender la novedosa bicicleta y de pedalear con cautela. En cada paso por la partida, Nairo preguntaba algo: “¿cómo hago para no irme de lado? ¿sí lo estoy haciendo bien? ¿qué más tengo que corregir?”.
“Nunca había conocido un joven con tanta disposición para aprender y tan comprometido con su evolución. Era como un adulto. Sabía que estar allí era por su bien, y que los resultados los vería pronto en la ruta” recuerda Lino. Después de media hora de ajustes y amagues de caídas, Nairo lució espontáneo sobre una máquina más grande que él. Tanta fue la satisfacción, que desde ese momento los Quintana hicieron dos viajes por mes hasta Duitama para que Nairo entrenara bajo las órdenes de Casas.
***
A finales de 2006, Lino llamó a don Luis para que Nairo participara en la Copa Boyacá, evento que reunía a los mejores pisteros del departamento, entre ellos Alexis Camacho y Antonio Alarcón, y uno que otro rutero camuflado. Persecución individual y la prueba por puntos, los eventos en los que Casas inscribió a Nairo. Ese sábado, apenas llegaron al velódromo, los Quintana encontraron la primera dificultad: las competencias no eran el mismo día, como habían pensado, y era necesario estar el domingo. El dinero apenas alcanzaba para la gasolina del carro, los peajes y los almuerzos. Pensar en hospedaje era un disparate.
“Apenas termine el Nairo pues nos vamos para la casa y ya. Volvemos mañana madrugados”, dijo don Luis, sin darle mayor trascendencia al asunto. El desgaste ya no sería solo el de la carrera. Recorrer dos veces 68 kilómetros también era agotador. Las 20 bicicletas rotaron entre la mayoría de competidores, puesto que solo unos cuantos tenían una máquina propia. El afán no sólo se vivió en la pista. Fuera de esta, padres, entrenadores y amigos vivían su propia contrarreloj.
Fue común ver a un niño de la categoría preinfantil bajándose con dificultad de la ‘bici’ mientras otro de la infantil apuraba ansiosos por subirse. En la fila, el juvenil, que aún no corría, ayudaba al relevo. “Eso era un despelote. Yo no sé cómo aguantaron las bicicletas después de tanto uso”, apunta Casas. Impermeable a los problemas logísticos, Nairo se dispuso a participar en la persecución individual, su primera intervención en la pista. Tras avanzar dos rondas, Quintana perdió en semifinales con Antonio Alarcón pero ganó el duelo por el tercer lugar subiéndose al podio.
En medio de sus dificultades físicas (más de 14 cirugías en la cadera), don Luis hizo un esfuerzo sobrehumano para saltar en la tribuna y alentar a un Nairo sereno que solo levantó una mano para saludar a su padre después de ganar el último heat. El día fue un éxito. Con la medalla de bronce, ambos regresaron al hogar a las cinco de la tarde. A las siete Nairo ya estaba durmiendo. El domingo fue necesario madrugar más de lo habitual. El traslado a Duitama lo ameritaba ya que Quintana debía presentarse en la mesa de los jueces a las 8:00 a.m. para la prueba por puntos.
Otra vez la crono: que busque una bicicleta, que no importa si no fue la del día anterior, que móntese porque va a perder por no presentarse. Cayendo inevitablemente en el pecado del afán, Lino Casas mandó a Nairo a la pista sin ninguna indicación, mucho menos estrategia alguna. En el frenesí de la carrera, y desconociendo cómo era el desarrollo de la misma, Quintana se asustó por el lote tan compacto y para evitar una caída atacó cuando faltaba más de la mitad de la prueba. “Este ‘pelao’ salió muy rápido”, pensó Lino. Al parecer lo que surgió por el pánico resultó efectivo, pues Nairo se alejó de los demás como caballo desbocado y les tomó más de una vuelta de ventaja. El grupo intentó descontarle al inexperto corredor a punta de relevos individuales pero la puntuación ya estaba a su favor.
“¡Ganó! Nadie fue capaz de cogerlo, ni siquiera los que tenían una carrocería más grande. El menudito los venció y con qué jerarquía”. Esta vez Lino no detuvo a don Luis, lo dejó bajar con los ojos nublados por las lágrimas para abrazar a su muchacho.
-Papito, usted es un berraco. Lo felicito.
-Gracias, papi.
Ni una palabra más ni una palabra menos. No hubo euforia excesiva por parte de Nairo solo una sonrisa tímida en medio de un rostro incrédulo. Con público, jueces y demás, un joven hecho para la ruta también fue campeón en el velódromo de Duitama.
También puedes leer: La pistola que disparó a Nairo.
Texto: Camilo G. Amaya, enviado especial Arcabuco, Boyacá.