“Fotomontajes el parque”, se lee en un letrero azul que cuelga dentro de un negocio de ropa. Es un almacén dentro de otro almacén cercano a la plaza de Urrao, en Antioquia. “Fotografía digital, revelado de rollos”, se ve en la parte inferior de la valla. Don Ramón, quien atiende el predio hace unos años, se divertía a principios de siglo con las visitas frecuentes de seis pelados inquietos: Sebastián Betancur, Carlos Zapata, John Dayro Arroyave, Juan David Laverde, David Benítez y Rigoberto Urán.
“Mantenían aquí”, recuerda don Ramón, cuyo negocio ha ofrecido disfraces y pendones con paisajes dibujados para que sus clientes se fotografíen. Para que esos seis traviesos encabezados por Rigoberto Urán se divirtieran. Entre risas y aún con el uniforme gris del colegio, se colocaban sombreros, abrigos de mujer, ponchos, pelucas, corbatas y revelaban algunas fotos con los pesos ocasionales del bolsillo.
En una de esas fotos, que conservan todavía, aparece Rigoberto Urán de falda blanca y blazer azul oscuro, posando de lado como una reina en pasarela y mostrando actitud de coqueto. De coqueta. En otra luce de campesino y sosteniendo una gallina de plástico. En una más sonríe sarcásticamente con un sombrero ruso. Y en otra posa con una camisa blanca con los primeros cuatro botones desabrochados y una gorra de un conductor de trenes.
Lo común en todas las fotografías es el contexto del momento: siempre estaban escapados del colegio J. Iván Cadavid. Se saltaban una de las rejas que encerraba la piscina de la institución y quedaban libres para meterse al río Penderisco, jugar Play Station en la casa de John Dayro, caminar por el parque o tomarse fotografías. En especial eso: hacerle muecas a cualquier lente para inmortalizarlas.
En una ocasión, Juan David Laverde agarró unos balines del taller “Bicicletas Laverde” de su papá y compró un pegamento al que llamaba pega-loca. Sintió que algo podía crear con esa mezcla y decidió pegarse un balín en la parte posterior de la ceja y otro en la inferior. “Miren, tengo piercings”, les fanfarroneó en clase. Y todos, incluyendo Rigoberto, se escaparon una vez más por detrás de la piscina para pegarse balines también. Cualquier excusa era válida para salirse del salón.
Se los pusieron en el mentón, en la nariz, en las orejas, sobre las cejas. Y le sonrieron a la cámara. Con la retirada de los elementos, se arrancaron varios pelos y las sonrisas desaparecieron por un momento. Pero nunca las ganas de escaparse al fotomontaje El Parque. Una vez trepando la reja para volarse sin que vieran los vigilantes, Rigoberto no pisó fuerte y quedó colgando de su pantalón roto. "Tuvimos que ayudarlo a que se desenganchara", recuerda David Benítez, cómplice de esas travesuras.
Muecas de Rigoberto Urán con casco a la cámara
La afición por la fotografía nunca la perdió Rigoberto desde entonces. Se adaptó a las cámaras de los celulares, a las selfies. Una tarde intentó crear un trípode para su moto con palos de escoba. Se emocionó con la llegada de las Go-Pro y comenzó a registrar detalles de sus entrenamientos. Con una mano se señala la parte posterior del casco mientras pedalea y el conductor de la moto que lo está escoltando entiende que debe capturar algún paisaje, un campesino sobre bicicletas, un jeep, una tienda, un perro, o acercarse a él para que diga algo.
A sus entrenamientos lleva cámara para grabar todo el recorrido, también el celular, las baterías y cargadores por si acaso el recorrido se alarga. Las fotos le fascinan. Por eso en 2014 posó por primera vez como modelo profesional para el lente del antioqueño Mauricio Vélez, que se crió pedaleando en Riosucio, Caldas, y conoce la naturaleza del ciclismo. En Llanogrande, Rigoberto se encaramó a una rama gruesa de cinco metros de alto, mientras le subían una bicicleta con cabuyas para que posara junto a ella en un contraluz.
Ese mismo sábado de 2014, con 20 ayudantes incluidos maquilladores y asistentes, Rigoberto recomendó un sitio que frecuenta durante sus entrenamientos: una cascada abundante en el alto del Tequendamita, también en el oriente antioqueño. Y allí, se quitó la ropa y posó sólo con casco y zapatillas sobre la bici. "Pareció como si ya hubiera posado desnudo. Todo fue muy espontáneo", recordaría Mauricio Vélez. El dinero recaudado por la subasta de cuatro fotografías de ese día, fueron destinados a tres fundaciones, entre ellas a un hogar geriátrico de Urrao.
Es de las pocas veces, en todo caso, que ha posado sin sonrisa para una cámara. Mauricio Vélez lo retrató serio, reflexivo, rudo. Pero las paredes de su casa en Urrao, en el silencioso barrio Plazuela, rinden un homenaje a su alegría. Un niño de 12 años nos abre la puerta de madera cubierta por una reja negra. Dice ser el primo de Rigoberto y dice que no le gusta el ciclismo, que en el colegio juega de arquero. Es rubio, como lo era Rigoberto. "Este no soy yo. Es mi primo", asegura mientras mira la pared. En una foto enmarcada y sostenida por una puntilla, aparece Rigoberto disfrazado de campesino, con carriel, alpargatas, poncho y bigote pintado. Tendría unos cinco años.
En otra pared, junto al comedor y donde se sostienen algunas bicicletas de la casa, luce con un buzo azul resplandeciente, con sus cabellos totalmente monos, los cachetes colorados y los dientes blancos mientras sostiene en sus brazos a Martha, su hermana menor. Tendría unos 11 años, si acaso.
Debajo del vidrio de un bifet cercano a la cocina, se apuestan otro montón de imágenes y recortes de periódicos de El Colombiano y El Mundo. En una foto, sale sonriente mientras pedalea en el velódromo Martín Emilio Cochise Rodríguez de Medellín. No había cumplido los 17 y pertenecía entonces al equipo Orgullo Paisa.
Y en otro retrato es necesario preguntarle a su primo Alejandro, para saber cuál de todos es. Con el índice muestra a alguien con la piel pintada de negro, peluca café, gafas oscuras y vestido de rayas hasta la mitad de los muslos. Se trata una vez más de Rigoberto, bailando con amigos en una fiesta de disfraces, con el pulgar derecho levantado y el espíritu libre. Recorriendo esta casa donde se crió, que ha remodelado con los años, uno comprende un poco más de la naturaleza de su personalidad.
Esa sonrisa aparece por todas partes. Aunque se alarga más en su rostro en una circunstancia específica: cuando se sube a un podio.