Cada 20 de junio, el mundo conmemora el Día Mundial de los Refugiados, una fecha proclamada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para honrar la valentía, resiliencia y dignidad de millones de personas que han sido forzadas a abandonar sus hogares a causa de conflictos armados, persecuciones, desastres naturales o crisis humanitarias.
Esta fecha no fue escogida al azar. Se instauró oficialmente en el año 2000, coincidiendo con el 50 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, uno de los instrumentos legales más importantes en la protección internacional de los derechos humanos.

Desde entonces, cada 20 de junio es una oportunidad para reflexionar sobre la urgencia de la empatía, la solidaridad y la acción frente a una de las crisis más graves de nuestro tiempo: el desplazamiento forzado.
Visibilizar para humanizar
Hoy más que nunca, dar visibilidad a la realidad de las personas refugiadas no es solo un deber moral, sino un acto de resistencia frente a la indiferencia. El arte, la cultura y la memoria juegan un papel fundamental en esta tarea. A través de la literatura, el cine, la música, el teatro y otras expresiones culturales, se han contado y siguen contándose las historias que humanizan los números y estadísticas.
Porque detrás de cada cifra hay una voz, una historia, una familia que dejó su tierra con el corazón roto, pero con la esperanza intacta de encontrar un refugio seguro donde reconstruir su vida. La conmemoración de este día es también un llamado a defender el derecho a tener derechos, a proteger el tejido humano que se rompe cuando el hogar se convierte en amenaza.
La tragedia de hoy: Palestina, Líbano y otros gritos silenciados
El Día Mundial del Refugiado de este 2025 tiene un eco particularmente doloroso. El mundo presencia con horror la grave crisis humanitaria que enfrentan millones de palestinos y libaneses, víctimas de un genocidio perpetuado por Israel en el que la ambición vuelve a anteponerse sobre la vida. A esto se suman otras situaciones olvidadas o minimizadas, como las que viven las comunidades desplazadas en África, América Latina y el sudeste asiático.
En Gaza y en distintas regiones del Líbano, los bombardeos, el hambre, la destrucción de viviendas y el bloqueo por Israel para permitir la entrada de ayuda humanitaria han generado un éxodo masivo de personas que, incluso al llegar a otros territorios, enfrentan nuevas formas de violencia: la xenofobia, la discriminación, la invisibilización.
En este contexto, el arte y la cultura no solo denuncian, también sanan. Diversas iniciativas artísticas y comunitarias, tanto en Medio Oriente como en otros rincones del mundo, están alzando la voz por aquellos que no pueden hacerlo. Sus historias se tejen en poemas, se alzan en murales y resuenan en melodías que no permiten que el olvido se instale.

Cultura, refugio del alma
Hablar del refugio es también hablar de la cultura como lugar simbólico de acogida. En cada lengua que resiste, en cada platillo que se cocina lejos del país natal, en cada canción que se canta desde el exilio o en cada bandera que se hondea desde la lejanía hay una afirmación vital: la identidad sobrevive al desarraigo.
Por eso, conmemorar el Día Mundial de los Refugiados desde el arte y la cultura es una forma de tender puentes, de generar empatía, de reconocer la riqueza que aportan quienes llegan a nuevas tierras con saberes, lenguas, músicas e historias que nutren nuestras sociedades.
¿Qué podemos hacer desde la cultura?
La respuesta comienza con escuchar y contar historias. Impulsar la circulación de contenidos culturales que aborden el exilio, el desplazamiento y la migración forzada. Incluir voces de personas refugiadas en escenarios, pantallas, medios y museos. Fomentar espacios seguros donde el arte sirva como herramienta de denuncia, sanación y transformación.
El arte no necesita pasaporte. Y la humanidad, tampoco.
En este 20 de junio, el llamado es claro: abrir los ojos, los oídos y el corazón. Que nuestras sociedades no se cierren al dolor del otro, sino que reconozcan en ese otro a un igual. Porque ser refugiado no es una elección: es una consecuencia. Y acoger, en cambio, sí es una elección. Una que nos define como especie.