Pensar no estaba permitido. Mucho menos imaginar. Y ni hablar de soñar. Eran tres conceptos ajenos a la niñez de cualquier atleta en la antigua Unión Soviética. “Nos trataban como robots. Teníamos que hacer lo que el Partido Comunista indicara”, dijo años después el gimnasta Vitaly Scherbo. Ir a entrenar sin falta se convirtió en su trabajo cuando apenas tenía 10 años y ya daba muestras de una gran flexibilidad. La hiperactividad en casa lo condenaría a una vida llena de reglas en la que no era indispensable comprender para obedecer.
Durante largas jornadas imperó la monotonía: primero el calentamiento, seguido el estiramiento y, sagradamente, el paso por cada uno de los aparatos. La rigidez militar llevó a la excelencia pero no a la felicidad. Nunca estuvo de acuerdo con el sistema pero involuntariamente fue sumergiéndose en este. Pasó de ser despreocupado a perfeccionista, de sonreír a mantener un rostro serio que lo hacía pasar por malgeniado.
A los 12 años supo lo que eran unos Juegos Olímpicos. Por más que la URSS no asistió a la cita de Los Ángeles en 1984, su poderío fue insuficiente para controlar la inminente globalización del deporte. “En televisión vi la música, los comerciales y la algarabía en las tribunas. Entendí que quería estar allí, que quería cambiar mi forma de ser y que quería competir en unos olímpicos”. Tres inviernos después, Vitaly ingresó al equipo nacional de su país y viajó a Moscú para continuar con su preparación.
Aunque todo era más complicado, no pensó en renunciar puesto que de donde venía era imposible hacerlo. Había pasado lo más duro y era necesario aguantar un poco más para cumplir el sueño. Su destino se definió por la genialidad dejando a un lado los errores. Con 20 años aterrizó en Barcelona dispuesto a lograr cambiar el rumbo de su vida. El ambiente en la villa olímpica, los videojuegos, las reuniones para contar chistes, entre otras cosas, le dieron una nueva visión de lo que significaba ser un atleta de alto rendimiento cuando apenas terminaba la pubertad.
“Fue el inicio de mi vida”, dijo tras convertirse en el primer gimnasta en la historia en conseguir seis oros en unas mismas olimpiadas (prueba completa, prueba por equipos, anillos, barras paralelas, salto y caballete con aros). La hazaña pasó casi desapercibida por provenir de un genio sin sonrisa. Pero, ¿cómo pedirle el calor del carisma a un joven forjado con el frío de la indiferencia?
Con sus 1,69 metros de estatura y 67 kilogramos, el adolecente taciturno de la Unión Soviética empezó a viajar por el mundo a cuanta exhibición era invitado. El dinero colmó las cuentas bancarias y con esté llegó la estabilidad. A finales de 1992, Vitaly se casó con Irina, su novia de toda la vida, tuvo una hija, y pudo alejarse del mundo caótico que había dejado la disolución de la URSS. Hoy, 23 años después de haber demostrado la determinación de su voluntad, tiene un gimnasio en Las Vegas, Estados Unidos, en el que más allá de enseñar las diferentes técnicas de los aparatos cuenta sus experiencias para que sus pupilos disfruten de una libertad que él solo pudo alcanzar cuando, sin quererlo, ganó seis oros en los Juegos Olímpicos.
Foto: EFE