Armero, un próspero municipio del norte del Tolima, fue sepultado bajo toneladas de lodo y escombros tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz, el 13 de noviembre de 1985. Casi 25.000 personas perdieron la vida en una de las tragedias naturales más devastadoras de América Latina, dejando una herida que aún late en la memoria del país.

Armero: el día en que la tierra habló y Colombia lloró
Era la noche del 13 de noviembre de 1985 cuando el Nevado del Ruiz, tras varios meses de actividad volcánica y múltiples advertencias científicas, liberó una violenta erupción que alcanzó una columna de más de 30 kilómetros de altura. La combinación del calor extremo con el hielo glaciar provocó una avalancha de lodo, rocas y ceniza que descendió por los ríos Lagunilla y Gualí a más de 60 kilómetros por hora. En cuestión de minutos, Armero, una ciudad agrícola y comercial con más de 29.000 habitantes, desapareció bajo un flujo de lodo de hasta 40 metros de espesor.
El desastre, que duró apenas unas horas, cobró la vida de cerca del 85% de la población del municipio. Las alertas habían sido emitidas días antes, pero las decisiones tardías y la desconfianza hacia los informes técnicos impidieron el desalojo. Esa mezcla de incertidumbre, desinformación y fatalismo hizo que la tragedia fuera aún más dolorosa.
Después del silencio: la solidaridad que abrazó a Armero
Tras la avalancha, Colombia y el mundo entero reaccionaron con una ola de solidaridad. Cientos de rescatistas nacionales e internacionales, periodistas, médicos y voluntarios llegaron a la zona en busca de sobrevivientes. Naciones Unidas, la Cruz Roja, el Vaticano, Estados Unidos, Japón y países latinoamericanos enviaron ayuda humanitaria, alimentos, ropa y maquinaria pesada para remover los escombros.
En medio del caos, el país entero quedó conmovido por la historia de Omayra Sánchez, una niña de 13 años atrapada entre los restos de su casa, cuya imagen recorrió el planeta y se convirtió en símbolo de la tragedia y del abandono institucional.

Meses después, el papa Juan Pablo II visitó los restos de Armero, bendijo el terreno y ofreció una misa en honor a las víctimas, convirtiendo esta en la segunda visita de un papa a territorio colombiano. Desde entonces, diversas autoridades nacionales y religiosas han acudido al lugar para rendir homenaje a quienes allí perdieron la vida, convirtiéndolo en un espacio sagrado de memoria y reflexión.

Armero hoy: el pueblo que vive en la memoria
El municipio nunca fue reconstruido. Las condiciones geológicas y el riesgo latente de nuevas erupciones hicieron inviable levantar nuevamente la ciudad. En su lugar se creó Armero-Guayabal, un nuevo asentamiento ubicado a 12 kilómetros de donde ocurrió la tragedia.
El antiguo Armero se transformó en un campo santo. Hoy, entre ruinas cubiertas de vegetación, caminos de tierra y esculturas conmemorativas, se alza el Parque Jardín de la Vida, un espacio donde familiares y visitantes recuerdan a quienes desaparecieron aquella noche. Las cruces, los nombres grabados y los altares improvisados mantienen viva la memoria de un pueblo que el tiempo no ha podido borrar.
A su alrededor, los sobrevivientes han formado comunidades que promueven el turismo de memoria y la preservación histórica, recordando no solo la tragedia, sino también la resiliencia de un país que aprendió a convivir con la fuerza de la naturaleza.

La responsabilidad del Estado colombiano en la tragedia de Armero
La noche del 13 de noviembre de 1985, el país entero fue testigo de una tragedia que, más allá de un fenómeno natural, se convirtió en una profunda herida social y política: la desaparición del municipio de Armero, en el Tolima, tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz. Aquel desastre no solo fue consecuencia del poder de la naturaleza, sino también de una cadena de decisiones tardías, descoordinadas e insuficientes que comprometieron la responsabilidad del Estado colombiano.
Meses antes de la erupción, científicos del entonces Instituto Colombiano de Geología y Minería (INGEOMINAS) y expertos internacionales habían advertido sobre la creciente actividad del Nevado del Ruiz. Desde marzo de 1985 se registraban temblores, emisiones de gases y señales sísmicas que indicaban una posible erupción. Los informes recomendaban la evacuación preventiva de municipios cercanos, entre ellos, Armero, ubicado a solo 48 kilómetros del cráter.
Sin embargo, la respuesta institucional fue débil y lenta. Las autoridades locales carecían de protocolos de emergencia claros, los canales de comunicación eran precarios y existía una falta de coordinación entre los organismos nacionales y regionales. Muchos habitantes no creyeron en las advertencias, en parte porque no hubo una campaña masiva de información ni planes de evacuación concretos. Cuando la avalancha descendió por el río Lagunilla, ya era demasiado tarde: el pueblo dormía.
Años después, el Consejo de Estado declaró la responsabilidad patrimonial del Estado colombiano por omisión en la tragedia de Armero, al considerar que hubo negligencia institucional y falta de prevención pese a las advertencias técnicas. Esa sentencia estableció un precedente sobre la obligación del Estado de proteger a la población frente a desastres naturales y de actuar con base en la evidencia científica.
Las medidas tras la tragedia: del dolor a la prevención
El desastre de Armero marcó un punto de inflexión en la gestión del riesgo en Colombia. A raíz de la tragedia, el país adoptó una serie de medidas que sentaron las bases de una política nacional de prevención y atención de desastres.
En 1988 se creó el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres (SNPAD), antecedente directo de lo que hoy es la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Este sistema integró a entidades científicas, militares, sociales y comunitarias para coordinar respuestas ante emergencias naturales.
También se fortaleció la labor del Servicio Geológico Colombiano (SGC), que desde entonces realiza monitoreos constantes en volcanes activos como el Nevado del Ruiz, el Galeras, el Puracé y el Nevado del Huila. Hoy, existen sistemas de alerta temprana, mapas de riesgo y protocolos de evacuación que han permitido salvar vidas en erupciones y deslizamientos posteriores.
El legado de Armero se transformó así en un aprendizaje doloroso, pero decisivo: comprender que la prevención y la educación comunitaria son tan importantes como la ciencia misma.
Los huérfanos y los desaparecidos: la otra herida abierta de Armero
Entre las casi 25.000 víctimas de la tragedia, miles fueron niños. Muchos de ellos sobrevivieron, pero perdieron a toda su familia. En los días siguientes a la avalancha, cientos de menores fueron rescatados y trasladados a hospitales, orfanatos y hogares de paso en diferentes regiones del país e incluso en el extranjero.
El caos de la emergencia, sumado a la falta de un registro organizado, provocó que muchos de estos niños fueran adoptados sin identificación completa o entregados a familias fuera del país, principalmente en Estados Unidos y Europa. Décadas después, varios de esos sobrevivientes, ya adultos, han intentado reencontrarse con sus raíces, impulsando movimientos como el Proyecto Armero y el Grupo de los Niños Perdidos de Armero, que buscan reconstruir sus identidades y devolverles su historia.
En cuanto a los desaparecidos, la magnitud de la avalancha y el volumen de lodo dificultaron enormemente las labores de recuperación de cuerpos. Se estima que más de 20.000 víctimas permanecen bajo el barro, y que solo una pequeña parte fue identificada y sepultada. El antiguo casco urbano de Armero, hoy convertido en campo santo, conserva cruces, placas y monumentos que honran su memoria. Cada año, los sobrevivientes y familiares regresan al lugar con flores y oraciones, como un gesto de amor hacia quienes nunca volvieron.
El eco de una lección que no se olvida
Cuarenta años después, Armero sigue siendo una advertencia sobre los peligros de ignorar la voz de la ciencia y la necesidad de actuar con responsabilidad ante la naturaleza. El Estado colombiano asumió parte de esa culpa, pero también aprendió que la memoria es una forma de prevención.
Los niños que sobrevivieron, aquellos que perdieron su apellido, su tierra y su historia, son hoy la prueba de que la vida, aun después del desastre, puede florecer. Y los restos del municipio, cubiertos por la vegetación y el silencio, son el recordatorio de que un país no puede permitirse olvidar a los suyos.
Armero no fue solo una tragedia. Fue una lección escrita en lodo, fuego y lágrimas. Una lección que Colombia prometió no repetir.
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¿Podría repetirse una tragedia como la de Armero?
Aunque el Nevado del Ruiz sigue siendo un volcán activo, las tecnologías de monitoreo han avanzado enormemente desde 1985. El Servicio Geológico Colombiano (SGC) mantiene una vigilancia constante sobre su actividad sísmica, térmica y de gases.
Los actuales sistemas de alerta temprana permiten detectar con antelación movimientos peligrosos y activar protocolos de evacuación en municipios aledaños. Aun así, los expertos advierten que el riesgo no ha desaparecido: estudios recientes estiman que hay una probabilidad baja, pero latente, de erupciones moderadas que podrían afectar zonas cercanas si no se cumplen las rutas de prevención.
La tragedia de Armero dejó una lección dolorosa pero valiosa: la importancia de escuchar a la ciencia y de actuar con decisión frente a las advertencias naturales.
Armero, 40 años después: el eco de una promesa
Casi cuatro décadas después, Armero sigue siendo un símbolo de pérdida y aprendizaje. Cada 13 de noviembre, los sobrevivientes, familiares y ciudadanos de todo el país se reúnen para conmemorar la vida de quienes quedaron bajo el lodo. Se encienden velas, se rezan oraciones y se comparte un mismo deseo: que una tragedia así nunca vuelva a repetirse.
Porque Armero no murió, permanece vivo en los corazones de los colombianos y en la memoria colectiva, recordándonos que el olvido es tan peligroso como el fuego del volcán.


