“Un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías; una memoria vacía”: Patricio Guzmán, director de cine chileno
Aunque en la universidad me enseñaron a prender, apagar, enfocar y usar una cámara, lo mío siempre fue escribir… Al hacer este artículo –que pretende hacer un recorrido por la importancia del cine documental en la preservación de la memoria de Colombia– aproveché para narrar, a mi estilo, fragmentos de la vida de una mujer que vivió las principales transformaciones políticas y sociales del país durante el siglo XX: mi abuela, quien también fue la encargada de preservar la memoria de mi familia en los cerca de 15 álbumes fotográficos que encontramos en su habitación después de su muerte. A ella, mi más profundo agradecimiento por la fortaleza que llevo en las venas.
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¡Mataron a Gaitán!
Fideligna Rodríguez Pedraza nació el 17 de mayo de 1936 en Guasca, Cundinamarca. Era la mayor de ocho hermanos y tenía 12 años cuando llegó a Bogotá para trabajar como empleada interna de servicio doméstico. Había pasado un mes desde el magnicidio del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, hecho que desencadenó una ola de violencia conocida como El Bogotazo, la cual sirvió de inspiración para hacer obras maestras del cine nacional como “Cóndores no entierran todos los días” y “Confesión a Laura”, una película de ficción que retrata muy bien –en palabras del docente Ramiro Arbeláez– lo que sucedió aquel 9 de abril de 1948.
Por aquella época el cine documental que existía se podía contar, según el documentalista colombiano Juan Jacobo del Castillo, con los dedos de la mano. Aún no existía un esfuerzo gubernamental por preservar la memoria fílmica de la nación y el formato estaba enfocado en mantener un discurso expositivo, descriptivo y cercano a las pretensiones de un Estado que quería mostrar una Colombia en desarrollo.
“En Colombia se han hecho documentales desde que comenzó el siglo XX, pero fueron muy escasos (...) era un documental que se fijaba en eventos históricos, políticos y sociales importantes (...) pero también se exploraba la geografía nacional sobre algunos sitios de interés turístico y ciudades. El discurso que se construía era expositivo, descriptivo y tenía una locución que hablaba de esa realidad o de esos personajes sin dejarlos hablar por sí mismo”: Ramiro Arbeláez, docente Universidad del Valle.
Esta idea ligada a la descripción siguió vigente a principios de los sesenta, con una especial atención en la imagen, cuando empezaron a aparecer documentales sin texto como “Las murallas de Cartagena” de Francisco Norden. Para ese momento, la televisión –que había llegado al país en 1954– era un vehículo importante para exponer el formato en desarrollo.
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¡Liberales y conservadores al poder!
‘Fidelia’, como le decían de cariño, era una liberal empedernida. Durante el pacto político conocido en la historia de Colombia como el Frente Nacional (1958-1974) conoció al abuelo, se enamoró, se fue a vivir con él, construyó su casa y parió a sus seis hijos: Ligia Stella, Martha Yaneth, Edgar Oswaldo, Nancy Adriana, Franklin Arvey y Freddy Alexander.
Dicho momento histórico también fue revelador para el documental colombiano. A mediados de los sesenta, esa secuencia de video con un discurso cercano a lo institucional le abrió camino a nuevas narrativas en las que los aspectos sociales empezaron a tomar relevancia. Sucedió con el documental experimental “Chichigua” de Pepe Sánchez y “Chircales” de Marta Rodríguez y Jorge Silva, una película política, social y contestataria que narra la historia de la familia Castañeda y su lucha por sobrevivir elaborando ladrillos de forma artesanal.
Esta variación de contenido fue llamada, como recuerda Arbeláez, cine político o marginal, el cual era hecho a 16 milímetros, en blanco y negro porque no habían recursos suficientes para hacerlo a color y con una marcada postura en su discurso. Fue el caso de “Oiga, vea” de Luis Ospina, un cortometraje que narra los efectos de los VI Juegos Panamericanos en Cali desde el punto de vista de los excluidos, es decir, la gente que no pudo entrar a los estadios.
Así las cosas, el documental empezó a verse como una herramienta de activismo y subversión, una especie de piedra angular para crecer como sociedad y aportar un granito de memoria a un país que hizo el mínimo esfuerzo por preservar su archivo audiovisual.
“En Colombia hay una lucha muy importante por [preservar la memoria] porque es un país en donde se ha jugado mucho a la desmemoria. Cuando lo miras desde el lado del archivo audiovisual acá todos los archivos se han grabado encima, entonces los procesos de paz de Pizarro tienen encima la final de la Copa Libertadores de América, como que nadie cuidó nada nunca”: Simón Hernández, documentalista colombiano.
Salieron con vida…
En noviembre de 1985 la abuela caminaba por el corredor de la Catedral Primada de Bogotá para participar del matrimonio de Martha Yaneth –mi mamá–. Aunque ella no se había casado, siempre pensó que la forma más apropiada de garantizar el futuro de sus hijas era convirtiéndolas en excelentes amas de casa, cualidad de esposas deseables.
Ocho días antes había ocurrido la Toma del Palacio de Justicia, uno de los hechos más lamentables y difíciles de reconstruir en la historia reciente de Colombia, pues la mayoría de las grabaciones hechas por las cámaras que estaban en la plaza de Bolívar ese 6 de noviembre salieron a la luz muchos años después, cuando la desaparición forzada fue constituida delito penal en el año 2000.
La constante lucha por la memoria, un término que la documentalista Victoria Solano define como “la relación que tenemos con lo que ya no está” o que Hernández entiende como una herramienta “para construir el futuro, dejar piedras en el camino y no repetir los mismos errores”, permitió la creación de documentales cercanos al devenir político del país que eran narrados desde el punto de vista del autor.
“Los documentales siempre implican una toma de posición. Los documentalistas siempre hablamos desde nuestras emociones acerca del mundo, pero también de la forma en como lo entendemos (...) lo que hace el documental es tratar de entender ese pasado desde la actualidad”: Óscar Campo, docente Universidad del Valle.
Esta forma de pararse ante el documental aún acompaña a las nuevas generaciones. Solano reconoce que su cine, además de ser político –entendiendo la política como la “visión que cada ser humano tiene de cómo puede incidir en la sociedad en la que vive”–, pretende visibilizar problemáticas sociales que aportan a la construcción de la memoria a través de la empatía.
Los fatídicos noventa
Con cerca de 50 años la abuela experimentó sus primeros quebrantos de salud. Además, había tomado la decisión de construir una casa más grande, que le diera renta, para garantizar los ingresos de una vejez que veía venir con pasos de elefante. El resultado: una deuda con el banco que la separó del abuelo, quien decidió migrar a Estados Unidos para salvar el único patrimonio que ambos tenían.
Con la necesidad de preservar la memoria sobre la mesa, la Fundación Patrimonio Fílmico fue la encargada de hacer un rastreo de las producciones documentales hechas en el país desde los años cincuenta. Un interés que, en la opinión de Arbeláez, fue tardío.
“Ese desprecio de nuestros dirigentes, los que hemos tenido durante la historia del cine en Colombia, por guardar la memoria es muy diciente incluso cuando uno ve que hay gente interesada más bien en borrar la memoria (...) que no se recuerde el conflicto armado. Entonces por eso es tan importante guardar la memoria”: Ramiro Arbeláez, docente Universidad del Valle.
Dicha revisión permitió esclarecer el cambio que tuvo el cine documental en una época en la que el narcotráfico inundaba a Colombia: aunque el formato seguía siendo el mismo, las situaciones estaban en un libreto y empezaron a usarse herramientas de la ficción para narrar la realidad.
Además, dio cuenta de un aspecto a examinar de esta preservación: la centralidad. Los archivos visuales guardados contaban la historia del otro, pero no cualquier otro, el otro que vivía en las grandes ciudades, pues era allí donde había acceso a equipos de grabación, protagonistas y equipo técnico para empezar y finalizar una producción documental.
Esta también fue la época en la que liquidaron la Compañía del Fomento Cinematográfico -FOCINE-, una entidad de carácter público encargada de diseñar, ejecutar, producir y fomentar el desarrollo de la industria fílmica del país. Con su apoyo fueron adelantadas producciones como “Camilo, el cura guerrillero” de Francisco Norden, “Con tu música a otra parte” de Camila Loboguerrero, “Tiempo de morir” de Jorge Alí Triana, “El embajador de la India” de Mario Rivero y “Rodrigo D. No futuro” de Víctor Gaviria, entre muchas otras.
La caída de las torres
Mi abuelo vivía en Nueva Jersey cuando ocurrió el atentado contra las torres gemelas. Semanas antes ‘Fidelia’ había recibido un paquete de fotografías, incluida una en la que su amor estaba sonriendo frente al avanzado diseño arquitectónico. Esta había llamado su atención porque nunca había visto, ni siquiera en televisión, un edificio de tal magnitud.
En Colombia, los noticieros documentaron con preocupación el terrible atentado, incluso para un país en conflicto ver un ataque así era toda una barbarie. Para la época ya había sido fundado Proimágenes Colombia, una entidad de carácter mixto creada para fomentar el desarrollo de políticas públicas en favor del cine nacional.
Su creación facilitó la producción de películas que -en palabras de la documentalista Marta Hincapié– capturan la huella de un encuentro que ya no hace parte del presente, pero alimenta la memoria cinematográfica del país. Además, el marcado centralismo mencionado anteriormente empezó a disiparse con la aparición de documentales hechos por miembros de las comunidades históricamente marginadas.
“Los documentales étnicos ya son realizados, dirigidos e investigados por gente de la comunidad. Es decir, son las mismas comunidades, el indígena wayuu que ha estudiado y presenta una historia contada por ellos (...) no por una persona de Bogotá que viaja a La Guajira a hacer la historia de su cotidianidad, sino de ellos mismos salen las historias. No es una mirada extraña la que llega a contarles su realidad. Estos contenidos tienen otro manejo del tiempo, son más pausados, como son las comunidades”: Jairo González, curador de contenido de Señal Colombia.
La firma de la paz
El 2 de octubre de 2016, la abuela no salió a votar. Después de dos trasplantes de rodilla, uno de cadera y una enfermedad del alma que le quitó hasta las ganas de llorar, prefería quedarse en la casa, tomar el sol en la sala y entristecerse por todo: era su nuevo estilo de vida y es bien sabido que a los mayores no se les cuestiona.
Ese mismo día el país escogió decirle ‘No’ al acuerdo de paz firmado entre la guerrilla de las Farc y el Gobierno Nacional. A ‘Fidelia’ eso le daba igual, eran 80 años de vida y su único anhelo real era morirse. Para eso tuvo que esperar seis años más.
Entre tanto, el cine documental ya hablaba de otros temas. En palabras de Solano, el formato se había enfocado la mayor parte del tiempo en hablar de lo urgente: el conflicto armado colombiano. Sin embargo, cuando la violencia empezó a disminuir, por allá en 2012 cuando empezaron los diálogos de paz, los documentalistas abordaron temas importantes como los derechos humanos, las problemáticas ambientales y las cuestiones de identidad, entre otros temas, manteniendo los espacios de reflexión propios del género.
En los últimos años, el formato ha tenido el apoyo de los medios públicos sin perder su independencia. Una labor que debe continuar e irse fortaleciendo para garantizar la producción de documentales en un país en el que hacer cine sigue siendo una labor malagradecida.
La conclusión de los expertos y cineastas que participaron en la elaboración de este artículo es que el formato documental es una herramienta fundamental para preservar de Colombia, un país en donde ocultar los hechos o “jugar a la desmemoria” ha sido más importante, que preservar la memoria fílmica.
Sobre Fideligna no queda mucho más por decir, ya son 174 días sin ella. Acepté su muerte como un proceso natural de la existencia y como el único destino que compartimos los seres humanos. Espero que mis palabras, aunque pocas, sean vistas como una manera de rescatar su memoria, así como el documental lo es para preservar la de Colombia.