Bastaron tan solo siete minutos para que cuatro hombres enmascarados vulneraran uno de los lugares más custodiados del mundo, el Museo de Louvre, ubicado en París, Francia. El pasado domingo 19 de octubre un comando ingresó a la Galerie d’Apollon, rompió las vitrinas que guardaban las joyas napoleónicas y huyó con un botín de valor incalculable.
Más allá de lo invaluable, las piezas robadas eran fragmentos vivos de la historia de Francia, tesoros que brillaron en las cortes imperiales, que adornaron coronas, retratos y ceremonias de poder.
Ocho de las nueve joyas robadas aún siguen desaparecidas y con cada hora que pasa crece el temor de que sean desmanteladas, fundidas o vendidas como piezas sueltas, eliminando para siempre parte de la historia de Francia.
¿Cómo ocurrió el robo?
El robo de las piezas ocurrió entre las 9:30 y 9:40 de la mañana, poco tiempo después de que el museo abriera sus puertas. Los asaltantes estaban vestidos de negro y utilizaron un camión con una plataforma elevadora para alcanzar el balcón del primer piso, cortaron los cristales con herramientas eléctricas y entraron por una ventana que da acceso directo a la galería que alberga las joyas de la Corona francesa.
Una vez dentro, rompieron vitrinas reforzadas, tomaron las piezas seleccionadas y huyeron antes de que llegara la policía. En su retirada intentaron incendiar el vehículo, aunque un empleado del museo logró impedirlo.
Durante esos siete minutos que duró el robo solo una joya fue recuperada: la corona de Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, la cual fue encontrada dañada en la calle.
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El botín imperial: joyas robadas Louvre
Las piezas robadas son joyas del siglo XIX, que no solo representaban el lujo de la monarquía, sino también el arte de la orfebrería francesa y el poder político de los Bonaparte.
La diadema de María Amelia, última reina de Francia
Forjada entre 1800 y 1825, esta tiara monumental fue creada para Hortensia de Beauharnais, madre de Napoleón III, y más tarde heredada por María Amelia de Borbón-Dos Sicilias, última reina de Francia.
Tiene 84 zafiros y 1.083 diamantes, engarzados en oro con técnicas que hoy ya casi nadie domina. Aparece retratada en obras del pintor Louis Hersent, símbolo de una monarquía que trataba de sobrevivir en medio de los cambios del siglo XIX.

El collar y los pendientes de esmeraldas de la emperatriz María Luisa
Estas piezas fueron un regalo de Napoleón Bonaparte a su segunda esposa, María Luisa de Austria. El conjunto incluye 38 esmeraldas y 1.146 diamantes.
Se elaboró en 1810 y es obra de los joyeros imperiales que acompañaron la expansión napoleónica.
Durante más de un siglo estuvo en manos de coleccionistas italianos hasta que Francia lo recuperó en 2004. Era una de las joyas más fotografiadas y admiradas del museo.

La diadema de Eugenia de Montijo
Fue un regalo de boda de Napoleón III a su esposa, en 1853. Tiene 2.000 diamantes y 212 perlas naturales cuidadosamente dispuestas por el joyero Alexandre-Gabriel Lemonnier.
Era considerada una de las piezas más bellas del Segundo Imperio, símbolo de elegancia y poder. Su gemela, la corona recuperada tras el robo, es ahora el único testimonio intacto del trabajo de Lemonnier.

Los broches de Eugenia de Montijo
El primero, un relicario de 1855 con 18 diamantes en forma de corazón, firmado por Alfred Bapst, joyero real. El segundo, un gran broche de corpiño con una “cascada” de diamantes rosas engastados en plata y oro, que Eugenia lució en retratos oficiales y bailes imperiales.

El collar y los pendientes de zafiros de María Amelia y Hortensia
Compuestos por 8 zafiros de Sri Lanka rodeados por más de 600 diamantes, estas piezas fueron adquiridas por el rey Luis Felipe de Orleans para su madre, Hortensia de Beauharnais.
Pasaron de generación en generación como herencia familiar, y fueron adquiridas por el Estado francés en 1985. Eran el reflejo tangible de la continuidad entre las dinastías borbónica y napoleónica.
La investigación y la carrera contrarreloj
“Si no se captura a los ladrones en las próximas 24 o 48 horas, las joyas probablemente desaparecerán para siempre”, advirtió Chris Marinello, director de Art Recovery International.
Su advertencia tiene el siguiente fundamento: el valor de estas joyas radica en su integridad. Desmontarlas sería destruir su historia, pero también su identidad. En manos del crimen organizado, podrían ser fundidas, recortadas o revendidas como gemas sueltas, imposibles de rastrear.
El problema es que el robo fue demasiado perfecto. Ninguna alarma sonó a tiempo, y según una auditoría preliminar del Tribunal de Cuentas, un tercio de las salas del ala de Apolo no contaban con cámaras de vigilancia.
El ministro de Justicia, Gérald Darmanin, reconoció que “hemos fallado”. Y el presidente Emmanuel Macron calificó el robo como “un ataque a nuestro patrimonio, a nuestra historia”.
Las fallas de seguridad en el Louvre
El Louvre cerró sus puertas el lunes siguiente, convertido en escena del crimen. Las autoridades han reforzado la seguridad en todos los museos del país, pero la sensación de vulnerabilidad persiste. No solo por el robo, sino por lo que significa: una metáfora de la pérdida del esplendor francés, en medio de una crisis política y social.
El valor histórico de las joyas robadas
Más allá de ser piezas de lujo, las joyas robadas en el Louvre son fragmentos de una identidad nacional. Pertenecen a un tiempo en que el arte era poder, y el poder se medía en brillo y artesanía.
Hoy, Francia se enfrenta al riesgo de ver cómo esas obras desaparecen en la oscuridad del mercado negro, reducidas a polvo, fundidas, despojadas de su memoria.
La policía las busca con urgencia. Pero más allá de la investigación, el país entero parece librar una batalla simbólica: la de conservar su historia antes de que se desintegre en sus propias manos.